Esta es una entrevista virtual, en la que las tres personas que participan en ella se encuentran dispersas por todo el país, formando un triángulo (Barcelona, Sevilla, Jaén) que esperamos se mantenga en contacto por mucho tiempo. La ventaja del nuevo medio, tan a tono con los tiempos que corren, es permitir que podamos hacer las preguntas a Fernando Hernández y que él pueda responderlas sin necesidad de desplazarnos. La parte negativa es la de no poder ir construyendo las preguntas a partir de sus respuestas, ni tener el privilegio de contar con su presencia, ni poder oír su voz, ni apreciar sus gestos, que tan importantes son en su manera de contar, y es que cuando conoces a Fernando lo primero que te llega es la calma de sus formas y la suavidad de su voz. Al principio no sabes dónde ubicarlo, no estás seguro de dónde viene. Luego te dicen que es canario (un canario con muchos kilómetros en el cuerpo, y muchas escuelas pisadas) y piensas: “Claro”.
Fernando, en esta entrevista, si te parece te vamos a pedir que imagines, que recuerdes, y que nos cuentes. ¿Vale?
¿Cómo fue tu formación artística en la escuela? ¿Ha cambiado en algo?
Mi formación en el campo de las artes visuales fue un ejemplo del papel que estos conocimientos tenían en la época del tardofranquismo. Lo que hacía era, sobre todo, dibujos de copia con los que ilustraba los textos que también copiaba de la pizarra o del libro.
¿Fueron importantes en tu desarrollo tus maestros, o sólo los conocimientos que te transmitieron?
Yo fui un buen alumno, lo que significaba que entendí muy pronto la lógica de la escuela y las expectativas de los maestros. Como el método de enseñanza se basaba –en cierta manera como en la mayoría de las escuelas de hoy en día- en la memorización de los libros de texto y la realización de ejercicios algorítmicos-, para mí la escuela no representó problema alguno, pues sabía lo que se esperaba de mí. De las maestras aprendí aquello que se derivaba del buen trato que nos dispensaban, de la relación afectiva que producían. En general, iba a gusto a la escuela, porque intuía que era lo que se esperaba de mí, y aunque el aprendizaje no era para tocar campanas, sin embargo el éxito tenía su punto gratificante.
Como esta es una conversación para una publicación de Educación de las Artes Visuales, rescataré el recuerdo de un profesor de dibujo en primero de bachillerato cuyo único interés era que copiáramos las láminas en silencio. Luego las calificaba por el grado de mímesis que tenían con el modelo. Mientras que nos mantuviéramos en silencio él pasaba literalmente de nosotros. Lo que aprovechábamos para aprender formas de resistencia y dedicar el tiempo de clase a otros menesteres socializadores. En la distancia me doy cuenta del modelo de aprendizaje implícito que existía en esa clase: el profesor no te enseñaba, se suponía que si tenías el don sacarías con éxito las láminas. Es más o menos lo que ocurre hoy en día que buena parte del profesorado de secundaria que no le enseña a los estudiantes lo que luego les pide: plantean una enseñanza algorítmica de las matemáticas donde importa sólo el resultado correcto, pero quieren que comprendan las matemáticas; les piden que respondan a un examen de filosofía o de historia, pero no le enseñan a escribir de la manera que lo reclama un texto histórico o filosófico. Lo dan todo por hecho, lo que refleja el triunfo del modelo que aprendieron en su infancia.
La mayoría de los profesores nos quejamos de que nuestros alumnos no se interesan por nada, y de que el comportamiento de los chicos de hoy no es el de los de antes. ¿Cómo llegar a ellos?
Quienes trabajamos desde la perspectiva de la investigación narrativa sabemos que la memoria del pasado es siempre reconstructiva y con frecuencia idealizada. Tengo la impresión de que cuando el profesorado de secundaria mira al pasado lo idealiza y lo confunde con las imágenes oídas de algunos profesores republicanos. Mis profesores de secundaria favorecían muy poco la reflexión y mucho la sumisión y la reproducción. Como éramos pocos estudiantes y muy escogidos, las clases funcionaban sin problemas de orden. Además como sabíamos la mayoría que el estudio nos podía producir ascenso o mejora social respecto a nuestros padres nos sentíamos especialmente motivados por sacar las lecciones adelante, aunque éstas fueran profundamente tradicionales y memorísticas. Pero este marco ha variado profundamente en la actualidad, pues la educación secundaria ya no es selectiva por principio -aunque luego lo sea por la mediación del código que utiliza, que favorece sobre todo a quienes comparten los valores de una cierta clase media-. Lo que significa que se requieren otro tipo de respuestas para otro tipo de alumnos. De aquí el refugio de la nostalgia o la añoranza de unos alumnos seleccionados por su docilidad y porque se parezcan a cómo los docentes piensan que eran ellos en su juventud. En países como Finlandia, que es un ejemplo de buenos resultados y de éxito escolar en el informe Pisa y donde se produce una buena sintonía entre la escuela y la sociedad, los alumnos, que son, no lo olvidemos, el prototipo de alumnos que le gustaría a la mayoría de los docentes, manifiestan que la escuela a la que asisten tiene muy poco que ver con ellos y que se aburren profundamente. Por eso pienso que no es un problema del tipo de alumnos, sino del modelo de escuela secundaria que tenemos y que requiere un cambio profundo, y no precisamente en la dirección que señalaba la reforma de la LOCE, o la que actualmente parece propugnar el PSOE.
Yo viví la universidad de finales de los sesenta y principios de los setenta. Lo que quiere decir que la era una universidad que reflejaba las tensiones sociales derivadas de la dictadura. Pero tuvo experiencias magníficas para mi formación. Si bien el profesorado tenía el poder, los estudiantes teníamos la ideología. Ilustraré esta frase que parece contundente con un ejemplo. En el año 1974 se inició lo que prometía ser una larga huelga de PNNs. Esto significaba que nos íbamos a pasar un largo periodo (fueron casi seis meses) sin clases. Decidimos por ello organizarnos y aprender por nuestra cuenta. Tomamos los programas que nos habían dado a principio de curso y distribuimos los temas por grupos. Cada grupo se organizó, buscó textos, escribió esquemas y tenía un tiempo asignado para compartirlo con el resto de los colegas del curso. Hicimos no sólo que la universidad siguiera funcionando, sino que el profesorado iba a nuestras clases y participaba en los debates que en ella se generaban. Al mismo tiempo utilizábamos lo que aprendíamos en clase para aplicarlo a la situación de huelga en la que vivíamos: hacíamos estudios sobre la participación en las asambleas, publicamos una revista y evaluamos al profesorado haciendo públicos los resultados. Fue un ejemplo de que otra universidad puede ser posible. Esta experiencia siempre ha estado presente en la relación que tengo con los estudiantes, en las propuestas de trabajo que les planteo y en las iniciativas que desarrollamos juntos.
¿Cuál debería ser el papel de la universidad encarando al siglo XXI? ¿Forma a los alumnos o sólo los titula? Si los forma ¿para cubrir qué papel?
Bueno, aquí hay tres preguntas que voy a tratar de responder de manera conjunta. La universidad está en la actualidad en una época de tránsito, entre un modelo transmisivo, jerárquico, centrado en la enseñanza y no en el aprendizaje y que es profundamente selectivo, y en ocasiones hasta absurdo y un modelo -que se supone que es el que ha de derivar de la Declaración de Bolonia- en el que el docente se convierte en el organizador del aprendizaje de los estudiantes. Voy a poner un ejemplo del modelo absurdo al que hago referencia. Hay una carrera de las consideradas técnicas y prestigiosas en la Universidad Politécnica de Cataluña, en la que un grupo de profesores se han dado cuenta que sus estudiantes ya no van a clase desde primero. Van directamente a las academias en la que les explican los contenidos de las asignaturas. Esto es un ejemplo de situación anacrónica: dado que el modelo universitario no tiene como meta enseñar sino poner obstáculos porque su finalidad es seleccionar -algo que en otros países se hacen en el bachillerato-, y lo hace de forma deliberada y consciente, los estudiantes se ponen al margen y acuden a la universidad a los exámenes, puesto que para aprender han de ir a otra institución paralela. Lo mismo sucede con muchas ingenierías. Los estudiantes asumen cuando entran que han de ir a academias donde puedan aprender lo que la universidad no tiene interés alguno en que aprendan. Este es un modelo absurdo y profundamente selectivo, puesto que las familias han de sumar al coste de las matrículas y el cambio de residencia los gastos de las academias. Y no todo el mundo puede permitírselo. En estos casos parece que el mérito de una asignatura es el número de suspensos que genera y esto refleja un modelo de universidad cuya misión es quebrar voluntades, homogeneizar individuos y enseñar prácticas de sometimiento y alienación. Esto hace que las universidades, sobre todo en las licenciaturas científico-técnicas tengan una función casi de rito de iniciación. Hay una consciencia darwinista en todo ello, sólo que no se favorece la selección de los mejores, sino de los más dóciles, los menos creativos y los más sumisos. A los estudiantes que conozco les digo que han de ser fuertes y resistir lo absurdo de un primer curso, que está pensado para quebrar su ánimo y poner a prueba su capacidad de aguante. Que no está pensado para aprender sino para mostrar el poder del profesorado y la inaccesibilidad de un sistema que no pretende formar en el sentido anglo o nórdico, sino punir y reprimir. Como este modelo está muy arraigado dudo mucho que las buenas intenciones de la Declaración de Bolonia lo cambie, sobre todo porque requiere un cambio de cultura en el profesorado -donde existe todavía la ideología de los veteranos de la mili: si yo sufrí te voy a hacer sufrir a ti-, un cuestionamiento de comportamientos que rayan en el sadismo, y muchos recursos -puesto que la relación ha de ser más personalizada- que no creo que las universidades puedan dedicar con los aires neoliberales que están impregnándolo todo.
¿Qué hace un psicólogo canario en la facultad de Bellas Artes de Barcelona?
Lo de ser canario, andaluz o catalán para mi no tiene mucho valor y no es algo que me define, puesto que pienso que no es la tribu la que conforma mi historia, sino mi capacidad para escribirla. Dicho esto señalaría que mi presencia en la facultad de Bellas Artes es el resultado de lo que un colega turco, Symur Simmons, denominaba ‘coyunturas’. Hice mi tesis doctoral sobre psicología ambiental y en la época en que las escuelas de arte se convirtieron en facultades universitarias se pensó, al menos fue lo que pasó en Barcelona, que podía ser interesante para los estudiantes que una serie de disciplinas que tenían al arte como foco de interés complementaran el currículo de la licenciatura. Fue por esto que entré en la facultad para enseñar psicología ambiental, aunque al cabo de un año me di cuenta de que era mejor optar por una visión de la psicología más próxima a las preguntas que se hacían los estudiantes. Luego dado que mi interés profesional y social ha sido siempre la mejora de la educación escolar, encontré un puente desde la educación de las artes visuales para pensar en términos interdisciplinares, buscar alternativas en la docencia y convertir mi actividad en una fuente de experiencias creativas y alternativas. Por eso la de Bellas Artes es una facultad en la que me encuentro a gusto, sobre todo porque tengo una buena relación con los estudiantes, puedo plantear con ellos cuestiones que me preocupan y reinventar cada año los programas y las maneras de enseñar. Además trabajo con un grupo de colegas inquietos y desde hace unos diez años nuestro grupo se ha convertido en una referencia internacional sobre una manera de pensar la educación de las artes visuales, enfocada hacia la comprensión crítica de la cultura visual.
¿Por dónde te has movido antes? ¿Siempre has sido profesor?
No, en mi trayectoria he hecho muchas cosas. En un tiempo fui camillero en un servicio de urgencias. Trabajé como psicólogo clínico. He sido educador en primera y secundaria. Trabajé un año en los colectivos infantiles que fueron la alternativa a la desinstitucionalización de los niños y niñas que estaban en macro centros asistenciales. Estuve un periodo como psicopedagogo municipal y siempre, de una forma u otra, he trabajado como asesor o acompañante de procesos de mejora en escuelas o grupos de docentes.
¿Cómo llegas a la Facultad de Bellas Artes, y no a Ciencias de la Educación?
En lo referido a la Facultad de Bellas Artes ya lo he mencionado más arriba. En cuanto a mi relación con Ciencias de la Educación diría dos cosas. Por un lado tengo vinculación a los colegas de mi universidad, en particular en el Departamento de Didáctica y Organización Educativa, porque con algunos de ellos formamos parte de un grupo de investigación consolidado y hacemos investigación de manera conjunta. Por otra parte diría que tanto Educación como Psicología son ámbitos bastante normativos y aunque mi capacidad de adaptación es grande, prefiero moverme en los márgenes. La mayoría de las personas me identifica como formador, educador e investigador que se encuentra más allá de los límites de las instituciones y las disciplinas. Una imagen que corresponde bastante a la realidad y que no sé si encajaría en las actuales estructuras y formas de hacer de las facultades vinculadas a la educación.
¿Cuál es tu primer contacto con lo visual como objeto de estudio?
Mi relación con lo visual como objeto de estudio ya estaba presente cuando trabajaba en el ámbito de la psicología ambiental a comienzos de los años 80. En aquel entonces me preguntaba cómo los individuos representaban el entorno en el que vivían o se relacionaban. Con los estudiantes de psicología –un año estuve como docente en la facultad de Psicología, puesto que era becario formación de personal investigador- hacíamos investigación de campo en la que explorábamos la percepción de los lugares, reconstruíamos itinerarios urbanos, o la relación con los edificios. En todo ello ‘lo visual’ en cuanto componente representacional constituía una referencia que ordenaba nuestro trabajo. Luego, al entrar en la facultad de Bellas Artes, me planteé que tenía que adquirir una visión más informada sobre las Artes Visuales y me puse a ello con ahínco e interés. Esto me dotó de un bagaje para situarme en el campo de las representaciones visuales, aunque siempre desde posiciones próximas a un cierto socioconstruccionismo y desde un posicionamiento crítico frente a los esencialismos que me rodeaban. El debate cultural propiciado por lo que se ha denominado como postmodernidad también contribuyó a construir mi posición ante lo visual. Mi primer artículo en relación con la educación artística lo escribí en 1981 y giraba en torno al currículo de los programas renovados. El cómo llegué hasta ahí fue también por una coyuntura. En una investigación sobre psicología ambiental aplicada a entornos escolares coincidí con Rosa Gratacós que estaba en la Escola de Mestres de la Universidad Autónoma donde por aquel entonces se realizaba un interesante trabajo de defensa del taller de artes en la escuela, desde una orientación próxima a la perspectiva expresionista y muy alejado de la copia de láminas que predominaba en las escuelas. Con ella inicié un trabajo de colaboración que hemos mantenido todos estos años y que me llevó a descubrir el potencial de la educación en este campo.
¿Y con la Cultura Visual?
A la cultura visual llego por insatisfacción frente a lo propuesto por la reforma de 1990, por mi formación en Estados Unidos y mi posicionamiento crítico en la educación. En 1994 escribo un artículo en el que ya planteo la necesidad de repensar la educación de las artes visuales y donde argumento la necesidad de situarse desde una perspectiva comprensiva que permita establecer relaciones entre temas y problemas, que sitúe el hacer desde un contexto crítico y que no reduzca la complejidad cultural de lo visual al aprendizaje de términos de una supuesta sintaxis de la imagen. Por entonces ya llevaba una década desarrollando la perspectiva educativa de los proyectos de trabajo, lo que también contribuyó a dar una solidez a las propuestas para la práctica. En todo este entramado la noción de cultura visual aparecía hacia mitad de los años noventa como un camino a explorar y un marco no disciplinar que permitía vincular posiciones socioconstruccionistas, perspectivas críticas y problemáticas emergentes. Todo ello converge en el libro de 1997 “Educación y Cultura Visual” que tuvo una excelente acogida y que me lleva a pensar que el camino iniciado merece ser transitado.
En palabras simples, para los no iniciados: ¿Qué es la Cultura Visual?
Si buscamos respuestas simples construimos caricaturas del problema al que nos enfrentamos. Voy a tratar por ello de presentar una aproximación que sea comprensiva, sin eludir el carácter calidoscópico del tema. A la noción de cultura visual nos podemos acercar desde varias posiciones. En primer lugar, desde una historia cultural del arte, significa prestar atención no sólo al contexto de producción de las representaciones que llamamos obras de arte, sino al de su distribución y recepción. Incluyendo además el espectro de la cultura visual las representaciones vinculadas al paisaje visual de los sujetos. En segundo lugar, la cultura visual es una trama teórico-metodológica deudora del post-estructuralismo, los estudios culturales, la nueva historia del arte, los estudios feministas, entre otras fuentes, que pone el énfasis no tanto en la lectura de las imágenes como en las posiciones subjetivas que producen las imágenes. Esto significa considerar que las imágenes y otras representaciones visuales son portadoras y mediadoras de posiciones discursivas que contribuyen a pensar el mundo y a pensarnos como sujetos y que en suma fijan la realidad de cómo mirar y ser mirados. En tercer lugar la cultura visual es una referencia para pensar de forma crítica el momento histórico en el que vivimos y revisar las miradas con las que hemos construido los relatos sobre otras épocas a partir de sus representaciones visuales. Por último –y por ahora-, la cultura visual es una referencia para situar una serie de debates y metodologías, no sólo sobre la visión y la imagen, sino las formas culturales e históricas de visualidad.
¿En qué se diferencia con otros modos de acercarse a lo visual?
Creo que en la respuesta anterior hay varias señalizaciones a este respecto, pero mi punto de vista es que, sobre todo, no elude la complejidad, trata de ser antidogmática -fruto de su sentido antidisciplinar- y está atenta a las emergencias. Mientras que la mayoría de los acercamientos a lo visual se configuran como ámbitos cerrados y convergentes en una metodología o una aproximación disciplinar.
¿Qué relación tiene la Cultura Visual con la educación?
De entrada la que los educadores quieran, puesto que no se trata ni de una secta a la que adscribirse ni de un credo que hay que seguir. Es una caja de herramientas conceptuales, metodológicas y posicionales -en el sentido de camino para llegar a un lugar provisional- que permite pensar y explorar la relación entre las representaciones visuales y la construcción de posiciones subjetivas. Algo que permite llevar el cuestionamiento, la crítica, la implicación, la cotidianidad a nuestras escuelas. No desde la celebración sino desde una combinación de rigor crítico y subjetivización.
¿Cómo ves el hecho de que en algunas universidades cambien los departamentos de Historia del Arte su nombre por el de Estudios Visuales, o que empiecen a aparecer en algunas universidades fuera de España titulaciones de Estudios Visuales?
Por un lado me parece que forma parte de la necesidad de responder al reclamo novedades, pero también, y esto es lo más importante, como reflejo de un replanteamiento epistemológico y metodológico de las disciplinas relacionadas con las representaciones visuales y las formas de visualidad que comienza hacia mitad de los sesenta con la denominada Nueva Historia del Arte británica y llega hasta la actualidad con algo que es mucho más que un cambio de nombre.
¿Por qué cambiar la educación? ¿Hacia dónde? ¿Es posible? ¿Qué puede hacer un profesor desde su discreto lugar por cambiar la educación? ¿Qué es innovar (de verdad) en la escuela?
Para no convertir este simulacro de diálogo en una historia interminable he agrupado todas estas preguntas que giran en torno a una misma cuestión: la necesidad de una nueva narrativa que dé sentido al papel de la educación en estos tiempos de mudanza. Mi posición ante esta cuestión es que la narrativa dominante sobre la educación escolar fue construida hace 150 años para una sociedad que necesitaba conformar unos sujetos adecuados a un sistema social vinculado a la idea de nación y al sistema de producción derivado de la revolución industrial y que se articularía en torno la capitalismo. Si aceptamos esta premisa como punto de partida, la pregunta que nos hemos de hacer es si este relato que implica la organización del tiempo, el espacio, el currículo disciplinar y fragmentado, las agrupaciones de alumno por edades, la dualidad un profesor-un grupo que conocemos responde a la sociedad compleja e cambiante en la que hoy vivimos, y si la escuela actual permite a los sujetos dar sentido al mundo en el que viven y escribir su propia historia frente a un futuro incierto. Si la respuesta a esta pregunta es no, aquí se encuentra la necesidad de cambio. La cuestión deriva en que la interpretación de la dirección del cambio tiene muchas versiones y depende, en buena medida, de la visión de los sujetos y de la sociedad que tienen quienes la propugnan. El profesor desde el espacio que hoy se encuentra lo primero que podría hacer es pensar en el papel que quiere jugar en esta historia y no olvidar que hay una esfera que le es propia y es la de relación que puede construir con sus estudiantes. A partir de aquí y si asume que el trabajo docente no es individual sino que ha de caminar hacia proyectos compartidos, se podría plantear el camino que hoy puede construir con los chicos y los chicas, con sus colegas y la comunidad. Pero esto requiere fijar, aunque sea de forma provisional, hacia donde se pretende ir. Algo que no suele formar parte del pensamiento de los docentes y la manera de entender su trabajo.
La enseñanza, como dices a menudo, es una profesión ética; política. ¿Cómo se entiende esto ahora?
Sobre todo desde la posición de que el docente es mediador de formas de fijar la realidad y de establecer subjetividades. Es cierto que esta posición hoy compite con influjos poderosos que proceden de los medios de comunicación y de las TIC, pero la influencia de los docentes sigue siendo evidente y notoria. El problema es que muchos docentes optan, bajo una capa de profesionalización en un ámbito disciplinar, por invisibilizarse en la relación con los chicos y las chicas. Pero el carácter moral de la profesión docente está ahí a pesar de las deserciones a ejercerlo.
Uno de los temas siempre candentes en Educación es la evaluación. ¿Nos puedes hablar un poco sobre los tabúes que aún dominan gran parte de las practicas evaluadoras y sobre como crees que deberían ir siendo sustituidos por prácticas más adecuadas?
La evaluación la hemos tomado siempre desde una falacia: que es posible medir el rendimiento de un alumno, o si se quiere que es posible saber lo que ha aprendido a través de un examen o de una prueba en la que se pide que se responda de acuerdo a un resultado-respuesta preestablecida. Hay estudiantes, considerados como buenos estudiantes por sus profesores, que terminan un examen de física, por ejemplo, y les preguntas sobre de qué ha ido el examen y te dicen que ya no se acuerdan. Este es un claro ejemplo de lo absurdo del sistema de evaluación que hoy se utiliza. Juana Sancho dice que un examen que se puede copiar merece ser copiado, porque no plantea ningún desafío más que el de recordar la fórmula adecuada para obtener la respuesta correcta. Todo esto se hace para que los alumnos estén más controlados y sujetos, no para que aprendan, pues sabemos que así no se aprende más que el sometimiento y la negación. De lo que se trata es de plantear situaciones que favorezcan la creatividad y la inventiva, que formen parte de proyectos en los que se haya de dar cuenta del recorrido realizado, y sobre todo que permitan a los estudiantes reconstruir el proceso y las dificultades que han tenido. Pero esto requiere otra forma de entender la enseñanza y la función de la escuela. Hay quienes lo están experimentando pero la actual obsesión por los tests y los resultados de rendimiento en competencias lo hace difícil. Sin embargo, no olvidemos que la evaluación planteada por el informe Pisa era de conocimiento aplicado a situaciones cotidianas. Algo que pone en solfa el carácter profundamente teórico y descontextualizado de nuestra educación secundaria.
¿Es realmente la imagen un instrumento de poder? ¿Qué hace de ella un instrumento de poder? Tradicionalmente se ha desconfiado de la imagen y de lo visual. ¿Por qué? ¿Cuál es la relación de esta desconfianza con el pensamiento occidental moderno?
Uno de los aspectos más interesantes de tu libro “Educación y Cultura Visual” se refiere a la función mediadora de las imágenes. ¿Nos puedes explicar un poco más en qué consiste esta capacidad de mediación?
Me parece que a todas estas preguntas ya las he respondido de una manera u otra más arriba. En todo caso diría que la función de las representaciones de las imágenes, su interés no es tanto por lo que muestran y las experiencias que se pueden derivar de nuestra relación con ellas, como de la manera en que nos interpretan a cada uno. Se trata por tanto de invertir la pregunta y pasar de ‘qué ves en este imagen’ a ‘cómo esta imagen me ve a mi’. Pasar de preguntarnos ‘cómo esta imagen se puede interpretar’ a cómo interpretaba y posicionaba a quien la hizo, a quien la compró, a quienes la vieron en su época y a nosotros. Se trata de revisar los dispositivos discursivos que el sistema de las imágenes ha ido produciendo para fijar determinadas formas de saber y de poder y ver cómo nos afecta a cada uno de nosotros. Y esto sólo se puede hacer poniendo las imágenes en relación, construyendo narrativas visuales y utilizando estrategias favorecedoras de intertextualidades.
El Arte ha sido el banco de imágenes por excelencia hasta hace un siglo. Hoy el tema es distinto: ¿dónde crees que está ahora mismo el Arte?
Lo de banco de imágenes no lo comparto, aunque asumo que así lo han mostrado los museos y quienes enseñan historia del arte. Pero incluso esta posición actúa como dispositivo tecnológico discursivo para producir determinados efectos en los visualizadores: lo que es arte y no lo es, quien es un artista y quien no lo es. En la actualidad me parece que las artes visuales, como la educación, está buscando una narrativa que sitúe su sentido social, en un momento histórico donde se están produciendo profundas transformaciones en las formas de representación y en las estrategias para investigar desde y sobre ellas. Esta búsqueda requiere introducir debates que problematicen los referentes que usamos como canónigos, animar a la inventiva y rescatar un sentido de la creatividad que hoy no aparece con mucha frecuencia ni en las instituciones formativas ni en las encargadas de mostrar las manifestaciones artísticas. Pero tengo la esperanza de que como la ola es imparable en algún momento nos arrastrará y reaccionaremos abriendo las puertas que hoy o están cerradas por el poder ideológico conservador que ejercen la mayoría de las instituciones relacionadas con las artes visuales.
Muchas gracias desde la distancia por tus respuestas, por contarnos un poquito de ti, por poner en palabras inquietudes que nos rondan, por recordarnos que otra Educación es posible… Gracias Fernando.